Al encontrarse con Gabriela Antenzon, uno siente que la arquitectura deja de ser un conjunto de paredes y estructuras para transformarse en un acto poético. Es una creadora que encuentra en el arte y en la arquitectura una manera de dialogar con el entorno. Santelmeña de corazón, se define a sí misma como una trabajadora de los detalles. Sus proyectos nacen de una mirada que siempre busca lo auténtico, un modo de entender el espacio como un ser vivo, algo que inspira, que cuida y que transforma.
Hablar con ella es recorrer los rincones de su vida como si uno caminara por un barrio en plena primavera, descubriendo las proyecciones del solcito. Desde su paso por Chacarita con el local Quitapesares, donde vendía objetos de diseño junto a su amiga Elizabeth Márquez, Gabriela comprendió que la creatividad necesita moverse con libertad, salirse de los moldes. Así comenzó con sus primeros proyectos en diseño textil, con manteles que ella misma describía como cuadros abstractos, explorando cómo un objeto cotidiano puede convertirse en una pieza artística.
La transformación del descarte en arte
Con los años, su amor por lo simple la llevó a experimentar con materiales de descarte, textiles que en otro contexto habrían sido considerados basura. “El descarte se transformó en mi materia prima”, dice, y uno percibe en sus palabras una visión casi alquímica: la capacidad de convertir lo que sobra, lo que nadie quiere, en una obra de arte. Feboasoma fue su primer proyecto en esta línea, un laboratorio de residuos urbanos que permitió que sus ideas tomaran forma a través de un diseño sustentable y comprometido. Gabriela no solo reciclaba materiales, sino que recuperaba la dignidad de los objetos, integrándolos en el espacio como piezas con historia.
“La gente piensa que por ser basura es barato, pero no ven todo el trabajo detrás,” me cuenta, con esa mirada de quien ya conoce las dos caras del mundo del diseño. Los procesos son largos, implican ir a buscar, clasificar, cortar, ensamblar. Y cada paso, aunque lleno de esfuerzo, es parte de su filosofía: encontrar belleza en lo desechado, hacer que cada rincón cuente algo, que cada superficie sea una textura a descubrir; un espacio no es solo un lugar, es una declaración, un grito en silencio que sugiere una forma distinta de habitar el mundo.
Punta Indio: el lugar donde todo toma sentido
Dentro de su vida, un espacio se alza como su refugio personal, un rincón que refleja su esencia sin filtros: Punta Indio. Ese lugar, a 150 kilómetros de Buenos Aires, es su “lugar en el mundo,” un proyecto construido a pulmón junto a su ex compañero, donde cada decisión fue pensada desde la austeridad y la conexión con la naturaleza. “Ahí hicimos una casa container, que de hecho fue una casualidad. Un día apareció un container barato, y dijimos: ‘¿Por qué no hacemos nuestra casa con esto?’”. Desde entonces, el container se fue transformando en el hogar que los abraza, un lugar donde todo parece dialogar con el entorno, donde los árboles, el viento y el silencio son parte de la arquitectura.
Punta Indio representa una filosofía de vida: crear con lo mínimo, respetando lo esencial, huyendo de las modas y priorizando el vínculo con lo natural. “No quiero que los espacios sean ostentosos, sino que reflejen una simplicidad bella”, dice, y uno entiende que ese rincón en el mundo es también un espejo de su manera de ver la arquitectura. Allí, con las luces y sombras que atraviesan los vidrios, Gabriela ha aprendido que lo importante no siempre se ve, sino que se siente; su próximo sueño, es construir en Punta Indio un gran galpón multiuso, un espacio para el arte y la creatividad, un lugar que sea, en esencia, una extensión de su propia visión del mundo.
San Telmo: inspiración y desencanto en un barrio que se transforma
De vuelta en San Telmo, su barrio adoptivo, vive una relación compleja con el entorno. Ama el parque Lezama y las fachadas antiguas, los murales y las santarritas que trepan por las paredes, pero al mismo tiempo le duele ver cómo el barrio pierde autenticidad bajo una capa de turistificación que a veces lo despoja de su esencia. San Telmo, dice, es un barrio híbrido que a menudo parece olvidar su historia y su idiosincrasia; observa con resignación cómo las calles se llenan de locales de dulce de leche y alfajores para turistas, mientras los viejos anticuarios se van y el patrimonio arquitectónico sufre por la falta de cuidado. “San Telmo me encanta y me irrita a la vez”, confiesa, porque el barrio le recuerda la belleza de lo genuino, pero también la tristeza de verlo deteriorarse en manos de quienes no comprenden su esencia.
El arte de habitar, el arte de sentir
Cuando le pregunto qué significa para ella la palabra “habitar,” reflexiona en silencio, como buscando la respuesta en los pliegues de su historia. “Habitar es hacer que el espacio te contenga, que te dé paz, que te haga sentir que pertenecés ahí.” Para ella, los lugares no son simplemente estancias; son recipientes de emociones, espacios donde la arquitectura influye en el ánimo de las personas, donde cada rincón puede convertirse en un refugio para el alma.
Durante la pandemia, ese concepto cobró aún más fuerza. Gabriela entendió que el espacio personal es un reflejo de la vida misma, un sitio que puede sanar o agobiar según cómo esté pensado. “El espacio tiene un poder emocional tremendo”, dice. La luz, la altura de los techos, la calidad de los materiales, todo influye en cómo nos sentimos. Y ella, como arquitecta, siente que su misión es crear lugares que no solo sean funcionales, sino que abracen a quienes los habitan.
Una necesidad de libertad creativa
En el último tiempo, ha comenzado a trabajar en proyectos de mayor escala, explorando su amor por los tamaños grandes y las estructuras imponentes (fuera de escala). Uno de sus últimos trabajos es un mapamundi hecho con latas de aluminio, una pieza que ocupa cinco metros de ancho por tres de alto. “Estoy haciendo el planiferio, que cuando lo termine va a ocupar como cinco metros de ancho por tres de alto. Me gusta, me siento más cómoda con tamaños más grandes”, comenta. Para ella, trabajar en gran formato es una manera de liberarse, de expresar lo que no cabe en los límites de lo cotidiano; de expresar lo que no cabe en los límites de lo cotidiano. "La escala me da libertad. Me siento más cómoda creando en espacios que puedan transformarse en algo impactante, donde el detalle se amplifica y el impacto visual es más fuerte."
La huella de lo atemporal
Se describe a sí misma como una arquitecta anti-moda. Prefiere lo atemporal, aquello que perdura sin necesidad de seguir tendencias pasajeras. Para ella, lo importante es que un espacio resista el paso del tiempo y siga siendo bello, que no pierda su encanto aunque cambien los estilos. Es por eso que sus proyectos reflejan una autenticidad que trasciende los años: una cocina de hace veinte años sigue tan vigente hoy como el día en que fue construida, porque Gabriela siempre ha apostado por lo que ella llama “la belleza esencial”.
Escucharla hablar de la arquitectura es adentrarse en una visión donde el espacio y la luz se vuelven esenciales, un recordatorio de que la verdadera calidad de un lugar está en los detalles que nos hacen sentir que pertenecemos. “La luz, la espacialidad, la nobleza de los materiales, todo eso influye en el estado anímico de las personas,” dice ella, y en estas palabras encontramos el corazón de su enfoque. La arquitectura, desde su mirada, es más que un conjunto de materiales y estructuras; es un arte que debe conmover, que debe tener alma.
La nobleza de los materiales y el uso de la luz son su mantra; prioriza lo esencial, evita los “símiles de nada” y busca siempre “hacer lo mejor con lo mínimo,” entendiendo que el verdadero lujo de un espacio está en la autenticidad de cada componente. Para ella, la luz no es un accesorio, es el pulso de un ambiente, el detalle que nos da vida. En su obra, la luz se convierte en una especie de guía silenciosa, que no solo ilumina sino que acompaña, que “te permite ver las cosas con otros ojos,” como ella misma dice.
Una despedida y una sonrisa
Al final de nuestra charla, sonríe y me dice: “Yo solo quiero que cuando alguien entre a un espacio mío, sienta que está en un lugar especial, que se sienta bienvenido, que lo que lo rodea tiene sentido.” Sus palabras resuenan como un susurro en medio del bullicio, como una promesa de que, aunque el mundo se acelere, siempre habrá espacios para detenerse, respirar y sentir.
La arquitecta que convirtió el descarte en arte, que encontró en el detalle la esencia de su profesión, es una narradora de espacios. Con cada proyecto, ella deja una parte de sí misma, una huella que no se ve, pero que se siente, porque su obra no es solo arquitectura, es una invitación a habitar el mundo con sensibilidad, a encontrar la belleza en lo simple, a recordar que a veces, lo que no parece tener valor es lo que más tiene para contar.
Nuestro encuentro me deja un mensaje profundo y necesario: habitar no es solo estar, es rodearse de espacios que nos den paz, que reflejen lo que realmente somos y que, en el brillo de la luz natural y en la honestidad de los materiales, nos permitan sentirnos en casa. Sus palabras nos recuerdan que el espacio es un aliado, una presencia silenciosa que puede transformar nuestros días, elevar nuestro ánimo, o simplemente abrazarnos. En cada obra, Gabriela crea no solo arquitectura, sino una invitación a habitar desde un lugar más consciente, desde un amor profundo por lo simple y lo bello. ¡Gracias, vecina! nos vemos por las calles del barrio.
Me ancantó!!!! Gracias!!