Dicen que la memoria es bastante caprichosa, pero cuando pienso en mi primer hogar, siento que no es la memoria la que está hablando, sino algo más sensorial, como si esos recuerdos se guardaran en un rincón especial de mí. Esos primeros años, en los que el mundo era nuevo, van armando lo que somos y lo que seremos, todo alrededor de los espacios que habitamos. Ese primer lugar que marcó nuestra vida deja huellas silenciosas pero profundas, que nos van guiando en nuestras búsquedas, deseos y hasta decisiones de grandes.
Estuve en Mar del Plata, y el contacto con la espuma del mar me hizo pensar y reflexionar, una vez más, sobre mi casa en Puerto Madryn. Es como si esa conexión con el mar y la brisa me recordaran que, aunque el tiempo pasa y los paisajes cambian, siempre hay algo que nos lleva de vuelta a ese primer lugar, a esa casa que, de alguna forma, sigue presente en cada rincón que habitamos hoy, incluso cuando viajamos.
Foto aérea con Dron, desde un paradar en Mar del Plata.
No es solo cuestión de paredes o techos. Esa primera casa es pertenencia, es la tibieza de una mañana fría, el eco de risas en una habitación que, cuando éramos chicos, nos parecía gigante. Es el olor del pan tostado, el sonido de la llave girando al final del día, o esa textura del sillón viejo que, no sé cómo, siempre era el más cómodo. Cada detalle es parte de ese rompecabezas que define lo que entendemos por casa, y aunque con los años cambia un poco, nunca desaparece del todo.
Me acuerdo cuando me vine a Buenos Aires a los 21, dejando atrás ese refugio que tanto me había contenido. Vender esa propiedad fue un antes y un después. Meses más tarde llegaron las cajas con mis recuerdos de infancia, que alguien más había desarmado por mí. Yo no estuve ahí para desarmar ese espacio, y ese fue el momento en que más aprendí sobre el desapego. No estar presente para cerrar ese capítulo me enseñó a soltar, a entender que un espacio es mucho más que un lugar físico.
Es loco cómo esos recuerdos nos moldean. Ya de grandes, tratamos de replicar esa sensación de seguridad, esa conexión especial con un lugar. Pero también me di cuenta, charlando con Jorgelina, amiga y colega inmobiliaria, que no todos vivimos la “casa” de la misma manera. Ella, por ejemplo, tuvo una infancia bastante nómade, su lugar iba cambiando por el trabajo de los padres. Mientras que para algunos la casa es ese lugar estable al que siempre volvemos, para otros es algo mucho más volátil. Lo curioso es que, aunque la vida sea un constante movimiento, cuando llegamos a la adultez aparece ese deseo de echar raíces, de encontrar ese rincón que nos abrace.
Con cada mudanza, en cada nuevo departamento, buscamos un poquito de esa sensación. A veces lo hacemos con objetos que nos siguen acompañando —un cuadro, una lámpara, una manta heredada— y otras veces simplemente intentamos recrear esa atmósfera en cualquier rincón. Pero, la verdad, el desapego es clave para seguir adelante y para crear nuevos espacios que también nos contengan, aunque las raíces estén lejos. Jorgelina lo tiene clarísimo: aunque su vida fue un constante ir y venir, el deseo de echar raíces siempre estuvo presente. Después de años de mudanzas y de estar en continuo movimiento, buscando ese lugar al que finalmente pudiera llamar "suyo", terminó entendiendo que, aunque el concepto de hogar sea más fluido para ella, la necesidad de encontrar estabilidad es igual de fuerte.
Ese lugar que nos vio crecer es un espacio que nos contiene desde chicos, pero también es una búsqueda constante. A medida que vamos creciendo y nos alejamos de esa primera casa, entendemos que no nos podemos llevar todo, pero sí nos llevamos las sensaciones que esos espacios nos dejaron. La calidez, la seguridad, esa sensación de que el lugar nos conoce… todo eso viaja con nosotros, aunque cambien las paredes. No es solo cuestión de nostalgia. Las paredes que nos vieron crecer guardan nuestras primeras alegrías, caídas, secretos. En esos pasillos jugamos, corrimos, aprendimos a levantarnos. Las habitaciones son testigos de nuestros sueños y de algún que otro proyecto que nacía. Cada ventana era un portal hacia nuevas aventuras, donde lo cotidiano se mezclaba con lo extraordinario.
¿Cómo no ver que esos recuerdos se mezclan con lo que somos hoy? Si prestamos atención, cada espacio que habitamos tiene algo de esos primeros años. Quizás en cómo elegimos un rincón soleado para leer o en la preferencia por una cocina donde siempre fluye la conversación. En esos pequeños detalles, nos volvemos a encontrar con el eco de ese primer lugar, y sin darnos cuenta, seguimos buscando esa misma calidez en cada nuevo sitio que hacemos nuestro.
Lo emocional pesa un montón. Lo que sentimos de chicos, esa primera sensación de refugio y abrazo, termina moldeando lo que queremos para nuestra vida adulta. Para algunos, es calma; para otros, es ese lugar de las conexiones, las charlas interminables y las risas que llenan cada rincón. Pero siempre, esa búsqueda empieza con esos primeros recuerdos. Incluso para Jorgelina, que vivió en constante movimiento, el deseo de encontrar ese rincón fijo sigue firme.
Al final, ese lugar no es solo un espacio físico, es una colección de momentos que nos acompañan siempre. Las direcciones cambian, pero lo que vivimos en esos primeros años se queda para siempre. Así, ese primer hogar se convierte en brújula, guiando nuestra relación con los espacios y con las personas. Porque, al final, no solo habitamos los lugares, ellos también nos habitan. Y en cada rincón que hacemos nuestro, seguimos escribiendo nuestra historia, sabiendo que lo verdadero no tiene direcciones, solo momentos que lo hacen eterno.
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