Fuimos creciendo, aprendiendo a valorar nuestras pertenencias como si fueran parte de nosotros mismos. Cada objeto, desde el más pequeñito hasta el más grande, se fue cargando de significado: guardan nuestras emociones, reflejan nuestra identidad e incluso afectan nuestra autoestima. Pero, ¿qué pasa cuando comenzamos a dudar de esta relación tan cercana con las cosas?
El vacío empieza a construirse en ese preciso momento, en el que cuestionamos nuestra conexión con el mundo material que nos rodea. ¿Realmente somos lo que poseemos? ¿O somos algo más, algo que va más allá de las cosas que acumulamos?
En el ritmo loco de la vida moderna, nos encontramos constantemente con la necesidad de acumular, de adquirir más y más. Nos aferramos a nuestros bienes como si fueran anclas que nos mantienen seguros en un mar de incertidumbre. Pero, ¿qué pasaría si aprendiéramos a soltar? ¿Si descubriéramos que la verdadera libertad no está en acumular, sino en liberarnos de eso que denominamos recuerdos?
El desapego no significa renunciar a todo lo material, sino entender que nuestras posesiones no definen nuestro valor. Al liberarnos de la necesidad compulsiva de poseer, nos abrimos a experiencias más profundas y significativas. En ese espacio vacío, encontramos la oportunidad de llenarnos con lo que realmente importa: relaciones genuinas, crecimiento personal, momentos compartidos y aprendizajes que trascienden lo tangible.
Así, la construcción del vacío se convierte en un acto de liberación. Nos despedimos de la carga de nuestras cosas para abrazar la plenitud de ser y estar, aquí y ahora, más allá de lo que tenemos y más cerca de lo que realmente somos.
Escribimos cosas de las cosas.
Cuando me paro frente a todas las cajas repletas de recuerdos, siento cómo la energía se mueve a mi alrededor. Me pregunto cómo llegaron todas esas cosas hasta acá. ¿Qué historias esconde ese libro que ya está gastado por el tiempo? ¿Cuántas risas capturaron esas fotografías, cuántos abrazos calentaron ese suéter que quizás tejió su abuela? Siempre hay algo que se pierde en el camino, algo que queda atrás en el movimiento de las mudanzas y las decisiones.
Pero de golpe, otro pensamiento me sorprende: qué importante es no mudarse solo. Cada mudanza nos conecta de manera íntima con aquellos que nos acompañan en esa danza de nostalgia y renovación. Mudarse es un proceso enérgico, es como estar en el ojo de nuestra propia tormenta, donde todo cambia y se transforma a nuestro alrededor. Con ritmo y sin pausa.
Las ideas también nos acompañan en cada mudanza, son parte de ese equipaje invisible que llevamos con nosotros. Sabemos que mudarse es como superar un nivel en el juego de la vida: avanzamos, crecemos, nos adaptamos. Cada nueva etapa nos desafía a ser más fuertes, más flexibles y más abiertos a lo desconocido.
Mientras miraba a mi amiga Salvina, pensé en capturar su danza con palabras. En medio de tantas melodías y reflexiones, decidí llevarme un cinturón y unos jeans que ya no quería usar, pero que significaban mucho para ella. Juntas, desvestimos el departamento y nos abrazamos.
Fue un momento de intimidad compartida, donde el desapego se transformó en un ritual de amigas. Así, entre risas y recuerdos, celebramos entre cajas; avanzamos.
Hermoso blog!! Hermosas historias!! Y contadas hermosamente, si existe tal palabra. Si no, la inventó este blog.